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La esperanza, a pesar de todo

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Opinión de Roberto Castellanos / El Universal /

A contracorriente de los tiempos y eventos que nos abruman, en medio del frenesí consumista de la época y sin negar la crudeza de los hechos que nos agotan (cotidianos o extraordinarios, cercanos o distantes), el fin de año y el inicio de otro nuevo, es un cierre-apertura de ciclo individual y colectivo que, más allá de credos religiosos, nos invita a renovar la expectativa de un mejor futuro. Nos convoca a renovar la esperanza de otros tiempos, experiencias, logros, relaciones. La esperanza, lo sabemos bien, es esa emoción, personal y compartida que aviva el ánimo y mueve a la acción; a pesar de todo.

Como experiencia humana y base de comportamientos de personas y grupos, la esperanza ha sido objeto de estudio en diversas disciplinas, especialmente en décadas recientes. Vinculado en parte con el llamado “giro emocional” en las ciencias sociales, el creciente interés en comprender mejor la esperanza como emoción y comportamiento también ha recibido atención de la psicología positiva, los estudios medio ambientales, la antropología y la investigación organizacional.

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El avivado interés en la esperanza se origina en parte derivado de los hallazgos de su ausencia. En una investigación del 2015, ampliada en 2020, Ann Case y Angus Deaton (Nobel) de economía en el 2015) identificaron un patrón alarmante de mortalidad entre la población de Estados Unidos (particularmente blanca de edad media) que llamaron las “muertes por desesperanza”: el aumento en el número de muertes por suicido, sobre dosis por drogas y enfermedades del hígado asociadas al alcoholismo. La investigación también señala que este tipo de muertes está vinculado además con menores niveles de salud física auto-reportada, salud mental deteriorada e incapacidad para realizar actividades cotidianas, mayor dolor crónico y dificultades para trabajar. Se trata de una epidemia de desesperanza a la que otros países no están del todo ajenos y que no solo afecta a las capas sociales afluentes sino también (aunque de diferente manera) a los estratos sociales marginados.

Tal como lo muestran los problemas de salud mental que afectan a millones de personas en el mundo, la esperanza resulta vital para la sobrevivencia humana. La esperanza es mucho más que una emoción secundaria, un componente más del “echaleganismo”. Por eso mismo es importante distinguirla de una visión plana o pasiva del optimismo.

De hecho, optimismo y esperanza son conceptos y experiencias similares, pero no equiparables. El optimismo supone una expectativa general de que las cosas saldrán bien en el futuro. Ser optimista es tener una actitud positiva sobre la vida en su conjunto, sin tener necesariamente objetivos o planes específicos. En tanto, la esperanza es creer que es posible un futuro mejor a pesar de las circunstancias presentes. Sobre todo, y aquí radica una distinción central del optimismo, la esperanza implica definir objetivos, actuar y perseverar incluso ante la adversidad. Es decir, la esperanza tiene un componente de acción orientada al futuro y por tanto va más allá de la mera expectativa de que “las cosas saldrán bien”, base del optimismo; incluye un sentido de agencia y una búsqueda activa por alcanzar los resultados que la expectativa positiva plantea.

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Por su vínculo con la capacidad de las personas para actuar e influir sobre el presente y el futuro, la esperanza puede existir (más que el optimismo) a pesar de que se enfrenten circunstancias difíciles. En buena medida, la esperanza es un elemento central de lo que llamamos resiliencia: la capacidad para enfrentar un desafío, adaptarse y superarlo. Mantener la esperanza en un futuro mejor y actuar sobre esa base permite a quienes así lo hacen adaptarse mejor a la adversidad, tienen menos probabilidades de desarrollar trastornos mentales y presentan comportamientos más saludables y relacionados con una mayor satisfacción con la vida.

Sin embargo, tanto la esperanza como el optimismo contribuyen a una mayor resiliencia frente a eventos traumáticos, y están asociados con una mejor salud física, baja morbilidad, mayor esperanza de vida, e incluso mejores relaciones sociales (dado el esfuerzo comparativamente mayor que las personas optimistas le dedican a que sus relaciones sean mejores).

Considerando los beneficios que trae consigo, resulta esencial comprender mejor cómo surge y se mantiene la esperanza (y el optimismo). Entender los mecanismos que la favorecen a nivel personal y social puede contribuir a desarrollar intervenciones que promuevan la salud mental y el bienestar en la población. Uno de los primeros pasos para promover este tipo de intervenciones es incorporar métricas sobre la esperanza y el optimismo, tal como lo sugirió un estudio reciente de la OCDE sobre las nuevas fronteras en la medición del bienestar subjetivo en el mundo.

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A nivel individual, hay técnicas específicas que pueden ayudar a cultivar la esperanza, aún en tiempos difíciles. Algunas de ellas incluyen: aceptar la complejidad de nuestras emociones (positivas y negativas); enfocarse en actividades y metas que doten de significado y sentido de propósito a la vida cotidiana; practicar la gratitud como un hábito; fomentar la resiliencia (tanto como sea posible); construir relaciones sociales significativas y priorizar el autocuidado (nutrición, actividad física, gestión del estrés).

Más allá del ámbito individual, desde la perspectiva social, hay evidencia de que invertir en educación de calidad, promover oportunidades económicas, ofrecer servicios de salud (física y mental) de calidad, garantizar la seguridad social, promover sistemas de desarrollo comunitario, reducir las desigualdades y la discriminación, e impulsar la participación cívica activa y significativa en los procesos de toma de decisiones, son todas acciones que favorecen la esperanza a nivel colectivo. En suma, hay mucho que se puede hacer desde el Estado, desde las políticas, y también desde el sector privado y social para cultivar la esperanza en el ámbito social.

En México vivimos tiempos muy complejos. La lista de los problemas que amenazan nuestro futuro colectivo es voluminosa. Si a ellos agregamos los desafíos que tenemos mundialmente, el reto puede ser abrumador. Aunque en cierto sentido, siempre ha sido así. Tanto como la perenne sensación de cambio, la percepción de estar viviendo problemas insuperables suele ser frecuente. Es parte de la naturaleza humana priorizar la atención a las amenazas, especialmente aquellas que se perciben como más inmediatas y evidentes.

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Pero estamos cerrando un año, abriendo un nuevo ciclo, y a pesar del cúmulo de retos que tenemos en adelante, tener esperanza no significa abandonarse a un optimismo pasivo, o a la expectativa cómoda, infantil privilegio, de que las cosas se resolverán, de una u otra forma. Tener esperanza es saber que el futuro será favorable solo si así nos lo proponemos, individual y colectivamente; si planteamos objetivos claros, ambiciosos pero realistas; si actuamos sobre la base de ellos, y si es necesario, nos adaptamos, sin ceder, ante las dificultades que se presenten.

Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM

La entrada La esperanza, a pesar de todo se publicó primero en Reporteros FC.

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Fuente: Agencias

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Un vuelco en la estrategia de seguridad

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Opinión de Alfonso Zárate | El Universal |

Quizás resulte inverosímil, pero hay una materia en la que las exigencias del hombre naranja empatan con las de las fracciones más conscientes de la sociedad mexicana: la de abandonar la simulación y la complicidad y poner en marcha una estrategia que contenga y repliegue a la delincuencia.

El secretario Omar García Harfuch encabeza una estrategia que, sin admitirlo, rompe con años de inacción y simulación (“abrazos, no balazos”). De dientes para afuera el gobierno federal podrá seguir con la cantaleta de que se propone atender primero las causas estructurales de la violencia, haciendo creer que el reparto de los dineros sirve para eso, pero lo crucial es que está empezando a usar los enormes recursos humanos, tecnológicos y bélicos con los que cuenta el Estado para enfrentar a las organizaciones criminales.

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Unos cuantos hechos dentro de estos primeros seis meses del gobierno de la doctora Sheinbaum muestran un vuelco en la estrategia de seguridad que impuso López Obrador: la entrega de Rafael Caro Quintero y 28 narcotraficantes, la utilización de la Plataforma México, la atención a los territorios prioritarios, las capturas de generadores de violencia, el incremento de decomisos de armas y drogas…

Un ejemplo mayor: la noche del 21 de octubre en el ejido Plan de Oriente (El Doce) en Culiacán, tuvo lugar una operación militar para detener a Edwin Antonio Rubio López, alias El Max, integrante de una célula de El Mayo Zambada; de acuerdo con la información oficial, sicarios habrían abierto fuego contra los militares que repelieron el ataque con un saldo de 19 personas abatidas y ninguna baja del Ejército. Los militares aseguraron 4 ametralladoras, 17 armas largas, 5 armas cortas y un fusil Barret. No resulta creíble que tomando por sorpresa a los militares y disponiendo de semejante capacidad de fuego, los sicarios no hayan herido o matado a ningún soldado y que el “enfrentamiento” haya terminado con ese saldo.

El segundo episodio tuvo lugar el 4 de enero en Bácum, Sonora, donde —según la información oficial— una agresión de hombres armados contra agentes de la Agencia Ministerial de Investigación Criminal (AMIC) dejó un saldo de ocho sujetos abatidos, entre ellos dos que eran objetivos criminales y contaban con órdenes de aprehensión. Sorprende que en ambos sucesos la narrativa oficial fue la de una agresión de los criminales con armas de fuego, a la cual se respondió con una eficacia y letalidad sorprendentes.

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Si, en efecto, en el primer tramo del gobierno de Claudia Sheinbaum los homicidios dolosos se han reducido 12%, los secuestros 9.3% y las extorsiones casi el 13%; una conclusión provisional sería que enfrentar a los criminales con la fuerza del Estado, en vez de darles abrazos, rinde resultados positivos. Pero, más allá de la detención de alcaldes de municipios pequeños coludidos con bandas delincuenciales, sigue ausente un enfoque integral, la participación de todas las instituciones del Estado y actores sociales e intocadas las redes políticas de protección a los grupos criminales.

Presidente de GCI.

@alfonsozarate

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No es la apología, es el tejido social roto

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Opinión de Jorge Nader Kuri | El Universal |

El reciente concierto en Zapopan, donde se proyectó la imagen de Nemesio Oseguera, alias “El Mencho”, y se coreó con euforia una canción que lo glorifica, no es un hecho aislado ni un simple exceso artístico. Es el reflejo brutal de un fenómeno más profundo: la fractura del tejido social y la derrota simbólica del Estado en muchas regiones del país.

Limitar la discusión a si se violó o no el reglamento municipal, o si procede una investigación penal por apología del delito, es una respuesta jurídicamente correcta, pero éticamente insuficiente. Porque lo verdaderamente preocupante, más allá de la proyección de la imagen de un capo, es que haya sido celebrada, grabada, compartida y aplaudida por cientos de asistentes.

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Ese aplauso espontáneo, cómplice o inconsciente, es la expresión de un quiebre colectivo. Cuando una comunidad comienza a admirar al que impone el miedo; cuando el narcotraficante se convierte en símbolo de poder, justicia o éxito, estamos frente a un fenómeno estructural: la sustitución del Estado por el crimen organizado como proveedor de orden, recompensa y sentido de pertenencia. Cada ovación a un criminal es un silencio ensordecedor ante la ausencia del Estado.

El problema es esencialmente político, ético y cultural; y mientras se pretenda enfrentar con boletines y carpetas de investigación lo que en realidad exige una estrategia integral de reconstrucción comunitaria, seguiremos perdiendo la batalla por el alma colectiva.

El gobernador de Jalisco ha condenado los hechos y anunciado sanciones, y la Universidad de Guadalajara ha intentado deslindarse institucionalmente del contenido. Pero esa reacción reactiva llega tarde, y no basta. ¿Dónde estaban los controles previos? ¿Qué protocolos existen para evitar que los símbolos del crimen se normalicen en espacios públicos administrados por entidades educativas?

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La verdadera respuesta pasa por recuperar la presencia estatal en los territorios y en el imaginario social. Porque mientras el narco reparta despensas, organice festivales, construya canchas y brinde «justicia» inmediata, seguirá ocupando el lugar que el Estado ha abandonado. La legalidad necesita ser visible, rentable y confiable. De lo contrario, el mito del narco justiciero seguirá siendo más creíble que la promesa vacía de la democracia.

La cuestión no radica en censurar a los músicos ni en restringir los contenidos de sus canciones, sino en reflexionar sobre las condiciones sociales y culturales que permiten que esos mensajes resuenen profundamente en ciertas comunidades. ¿Qué futuro puede vislumbrar un joven que crece en una colonia donde el éxito se asocia con quien ostenta armas, lujos y una legión de seguidores? Estamos formando generaciones para quienes el criminal deja de ser una figura temida y se convierte en un modelo a seguir, y eso es un peligro potencial.

Mientras no reconstruyamos los referentes culturales y los vínculos comunitarios, estaremos combatiendo ídolos con discursos y leyes penales insuficientes, y esto nunca ha funcionado. La legalidad no se impone por decreto cuando el imaginario colectivo ya se rindió ante otros símbolos. Es evidente que el verdadero peligro no es que el crimen se celebre en canciones, sino que se empiece a celebrar en las conciencias.

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Abogado penalista.

jnaderk@naderabogados.com

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El cinismo como manejo de crisis

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Opinión de León Krauze | el Universal |

Una de las muchas cosas que distinguen esta época por la que atravesamos de otras etapas de la vida política es la desfachatez. Comienzo con una aclaración obvia pero necesaria: el cinismo siempre ha sido parte de los políticos y asumir responsabilidades por una equivocación siempre ha sido algo raro. Pero lo de ahora es distinto. Y ejemplos sobran, tanto en México como en Estados Unidos.

El manejo de crisis —que, en otras épocas, al menos, daba cabida a la rendición de cuentas— ahora sigue un método recurrente: negar cualquier responsabilidad y evitar asumir costos en absolutamente todos los casos. Es el mantra del gobierno que encabeza Donald Trump. Y lo es porque ha sido el modo de operar del propio Trump desde su época como empresario. Trump nunca pierde, y cuando pierde trabaja para crear la ilusión de lo contrario. Aunque las circunstancias más esenciales de la decencia —e incluso de la evidencia— así lo sugirieran, Trump nunca admite un error.

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El ejemplo más reciente es lo sucedido con el tristemente célebre chat de Signal, en el que el secretario de Defensa, Hegseth, compartió detalles confidenciales del ataque contra los hutíes. Tan clara y profunda es la falta que el desenlace correcto —e incluso legalmente congruente— sería la salida de Hegseth y, probablemente, del asesor de Seguridad Nacional, Waltz, quien fue quien sumó al periodista Jeffrey Goldberg a la conversación virtual. Si este escándalo hubiera ocurrido bajo cualquier otra administración, la rendición de cuentas sería inevitable.

Pero no con Trump.

Ante el escándalo, Trump se ha atrincherado, negándose a que los miembros de su gabinete rindan cuentas. Los rumores en Washington sugieren que Trump no está dispuesto a despedir a ninguno de los involucrados porque hacerlo implicaría, en su universo, reconocer debilidad y otorgarles un triunfo a sus adversarios. Por la cabeza no le pasa la rendición de cuentas elemental que debe ejercer un gobierno ético.

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El cinismo es el principio rector de su manejo de crisis

Lo mismo pasa en México. Basta ver el caso de Cuauhtémoc Blanco. ¿Por qué el partido oficial se niega a quitarle el fuero a Blanco? Si la evidencia es clara, y la necesidad moral de hacerlo —mucho más para un partido que se dice progresista, que ha prometido renovación moral, que se autodefine como feminista, y bla, bla, bla— es tan evidente, ¿por qué Morena opta por arropar a Blanco?

La respuesta está en el manual de manejo de crisis, uno de los legados esenciales de Andrés Manuel López Obrador. Como Trump, López Obrador asumía cada crisis como una amenaza casi personal a su asidero en el poder. No concebía la rendición de cuentas como un acto de responsabilidad y fortaleza, sino todo lo contrario: quien acepta un error y toma decisiones difíciles para remediarlo, muestra debilidad, pierde puntos políticos y regala una victoria a los adversarios. ¿Cuántas veces escuchó el lector a López Obrador aceptar un error en público? ¿Cuántas veces reconoció un tropiezo propio o de su equipo y actuó en consecuencia, así fuera en contra de sus propios deseos? Se me ocurren muy, pero muy pocas veces, si acaso.

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Todo esto podrá tener sentido como estrategia política populista. Después de todo, proyectar esa aura de invulnerabilidad es esencial para mantener el embrujo sobre la base electoral. Pero no hay que confundirlo con gobierno responsable. Ni mucho menos con gobierno ético.

¿Qué le queda al ciudadano? Recordar frente a las urnas. Los partidos en el poder que le han dado la espalda a la rendición de cuentas y actúan desde el cinismo apuestan por la amnesia colectiva. Trump quiere sacar del ciclo noticioso el chat de Signal y que sus “periodistas” afines desvíen la atención. En México llevamos años en un ciclo similar. Tocará al electorado demostrar que se puede tener memoria y se puede aspirar a gobiernos que asuman que rendir cuentas es de valientes.

@LeonKrauze

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